martes, septiembre 22, 2009

146. Literatura (¿o antiliteratura?) de ciencia ficción

146. Literatura (¿o antiliteratura?) de ciencia ficción

El ritmo vertiginoso de los avances científicos facilita mucho material a los autores de ciencia ficción, pero también les hace más difícil predecir el futuro. Luis Miguel Ariza, autor de varias novelas sci-fi, ha tomado el pulso a este género literario.

reportaje-334Los más críticos lo tachan de antiliteratura. Y a pesar de ello, algunas de las obras aceptadas por el gran público fueron un éxito y rompieron moldes al utilizar la ciencia en sus argumentos. Es lo que hicieron clásicos de buena cuña como Julio Verne, H. G. Wells, Isaac Asimov o Arthur C. Clarke. O representantes del fenómeno del tecno-thriller en un mercado cada vez más diverso, donde ya figuran insignes abuelos como Robin Cook, Douglas Preston y Lincoln Child. Se han ganado la fascinación de millones de lectores. ¿Por qué?

La respuesta se esconde en la facilidad con la que escarban en los diversos campos científicos para convertirlos en una aventura apasionante; la forma que tienen de acercarlos al público; la credibilidad de sus argumentos, y la intuición de la que hicieron gala, adelantándose a lo que luego sería una realidad. El novelista adentra al lector profano en materias como la clonación genética, las técnicas de excavación en arqueología combinadas con la búsqueda de tesoros, el uso pionero de la electricidad o en cuestiones tan de moda como la adquisición de consciencia e inteligencia en los ordenadores.

Ahora bien, no resulta fácil encontrar una buena historia catapultada genuinamente por la ciencia; una historia que le obligue a uno a pasar página tras página sin levantar la cabeza. Es lo que logran los buenos escritores a diferencia de quienes intentan esconder la endeblez de sus argumentos y aprovechan la mínima ocasión para lanzar discursos divulgativos y tesinas para lectores no avisados. En esta selección –como todas, subjetiva– se corre el riesgo de dejar en el camino novelas que a otros les parecen indispensables. Elegir siempre entraña riesgos.

Del tan actual asunto de la clonación y manipulación genética ya se escribió un clásico hace más de 30 años: Los niños del Brasil, publicada por el escritor y dramaturgo norteamericano Ira Levin en 1976. El villano de la historia es el doctor Josef Mengele (1911-1979), un despiadado nazi que realizó experimentos con niños, especialmente con gemelos, en Auschwitz. Ahora se esconde en Brasil, viste de blanco y tiene a su alrededor una legión de mercenarios y ayudantes a los que implica en una “misión sagrada” mientras come con ellos en un restaurante japonés: deben asesinar a 94 personas de unos 65 años en diversas partes de Europa y América. Los objetivos son los padres de otros tantos clones de Adolf Hitler diseminados por varios países. Mengele intenta así recrear las experiencias infantiles del führer, cuyo progenitor falleció precisamente a esa edad.

El siniestro doctor, nos dice Levin, lleva diez años de adelanto en una técnica conocida como reproducción mononuclear o cloning: “Se destruye el núcleo de una célula huevo, dejando el cuerpo celular intacto (...). En el interior de la célula enucleada se pone el núcleo de un cuerpo celular tomado del organismo que se desea reproducir: el núcleo de una célula somática, no de una sexual”.

Un nuevo Hitler amenaza con dominar al mundo

La célula huevo fertilizada, con 46 cromosomas, “colocada en una solución nutritiva, procede a duplicarse y a dividirse. Cuando llega al estadio de 16 o 32 células, lo que lleva cuatro o cinco días, se puede implantar en el útero de la madre... El resultado final es un embrión que no tiene padre y madre, sino solamente donante, del cual es un duplicado genético exacto”. Es la descripción casi exacta de la técnica que usó el científico escocés Ian Wilmut para engendrar en 1996 a la famosísima oveja Dolly, un mamífero creado a partir de una célula no reproductora –en este caso, tomada de la glándula mamaria–.

Otro aspecto fascinante de Los niños del Brasil es su hincapié en que los genes no lo son todo, sino que también importa el entorno. Tanto, que constituye el armazón dramático de la historia, en la que el cazanazis Yakov Lieberman trata de impedir que un Hitler clónico adoctrine al mundo. Sin el papel del ambiente en los genes no habría novela, ni acción, ni drama, sólo un mero experimento de laboratorio. Un diez de novela.

El otro gran título de genética ficción es, cómo no, Parque Jurásico (1990), del recientemente desaparecido Michael Crichton. Se trata de un homenaje encubierto a clásicos como El Mundo Perdido, de Arthur Conan Doyle, donde los dinosaurios sobrevivían en la cima de los tepuyes, unas altas mesetas que se elevaron hace centenares de millones de años principalmente en el territorio de la actual Venezuela. En la novela de Crichton, los grandes reptiles cobran vida en el rincón más oscuro e inquietante de los avances científicos. Aunque la recreación clónica de una persona está más cerca en el tiempo que la de un animal extinguido, resulta muy notable cómo se soluciona el problema de rescatar ADN prehistórico: procede de la sangre encerrada en las tripas de un insecto atrapado en ámbar.crichton

Next: piratería de genes basada en hechos reales

Es cierto que los científicos han extraído ADN de mosquitos encerrados en resina fósil de hace al menos 35 millones de años, y que el entomólogo George Poinar, de la Oregon State University, obtuvo pequeños extractos de un escarabajo de 125 millones de años, pero no se ha logrado sacar de la sangre succionada por los insectos. Además, el ámbar dominicano –y en general, el de Centroamérica–, que es la fuente de la novela, no tiene más de 35 millones de años. Sin embargo, los científicos usan en la ficción una enzima que hace fotocopias del ADN, llamada reacción en cadena de la polimerasa –PCR, según sus siglas en inglés–, para obtener millones de copias del deteriorado –y excaso– material genético reptiliano. Es una técnica real que fue imprescindible para secuenciar los genomas del hombre o el ratón. En su último trabajo, Next, Crichton trató la cuestión legal y ética de las patentes de genes. Se basaba en la historia real de un estadounidense que perdió un juicio histórico: padecía un cáncer y se le extrajeron sin su consentimiento células del bazo para patentar un nuevo medicamento.

La física de los viajes en el tiempo también ha espoleado la imaginación de muchos narradores. Quizá la novela contemporánea más popular que se ha encargado de hacernos ver la teoría en práctica es Contact (1985), de Carl Sagan, llevada al cine por Robert Zemeckis. Aborda, por un lado, el mundo de los radiotelescopios en busca de señales inteligentes, y por el otro, la forma en la que la doctora Eleanor Arroway se embarca hacia una estrella llamada Vega, que está solamente a unos 26 años luz.

El autor del “fluido García” se adelantó a H. G. Wells

“Sagan le pidió a su amigo el físico Kip Thorne que le proporcionara algún método para viajar en el tiempo”, explica Manuel Moreno, profesor de Física de la Universidad Politécnica de Cataluña. Thorne empezó a pensar en el problema mientras su ex mujer conducía por la autopista. Como Arroway –interpretada en el filme por Jodie Foster– no podía usar un agujero negro debido a su enorme gravedad, acudió a un concepto exótico: los agujeros de gusano, que fueron postulados por el físico austríaco Ludwig Flamm poco después de que Einstein publicara su teoría de la relatividad general. Y escribió las ecuaciones sentado en el asiento trasero.

En teoría, se trata de atajos en el espacio-tiempo. Según Thorne, uno que tuviera sólo un kilómetro de longitud podría unir la Tierra y Vega. El viaje de ida y vuelta de Arroway y sus cuatro acompañantes dura al menos un día –o es su sensación–, mientras que los componentes del proyecto relatan una ausencia de la máquina de tan sólo 20 minutos, lo que ilustra la relatividad del tiempo. En la película, las 18 horas del reloj de Arroway son medio segundo para los observadores externos, un giro más dramático que científico.

Una clara precursora de estos viajes es La máquina del tiempo, de H. G. Wells, publicada en 1895. Sin embargo, la primera novela de la literatura occidental que lo plantea se titula El anacronópete, y fue escrita por un diplomático español, Enrique Gaspar, en 1881. Este ingenio consistía en una caja de hierro fundido, que funciona mediante la electricidad, y que impide que sus viajeros rejuvenezcan si viajan al pasado gracias al “fluido García”. Su creador, Sindulfo García, doctor en Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, lo presenta en la Exposición Universal de París en 1878. “Es una especie de nave espacial que se eleva a la atmósfera e invierte el movimiento de rotación de la Tierra a una velocidad supersónica”, dice Nil Santiáñez, profesor de Estudios Españoles de la Universidad de St. Louis, en EE UU. Absurdo, pero divertido.

En el relato, el tiempo es la atmósfera que nos envuelve y discurre en dirección contraria a la rotación de nuestro planeta, por lo que el artilugio, para desenvolverlo, debe ir de occidente a oriente. La obra coloca al protagonista, su sobrina y un grupo de amigos en distintos capítulos de la historia: la batalla de Tetuán, en 1860, la rendición de Granada, en 1492, la China imperial del año 220, la destrucción de Pompeya y los tiempos de Noé.

Cuando escribieron sus obras, ni Wells ni Gaspar podían saber –a menos que hubieran viajado hacia el futuro– que en 1905 Einstein plantearía su teoría especial de la relatividad, que deja al tiempo en mal lugar pues pierde su condición de absoluto. Más adelante postularía la relatividad general, donde la gravedad que ejerce un cuerpo es esencialmente una abolladura del tejido espaciotemporal. Son escenarios donde surge la posibilidad teórica de los viajes al pasado o al futuro.

Un haz de taquiones para mandar un mensaje al pasado

En Cronopaisaje (1980), del astrofísico Gregory Benford, se apunta una curiosa manera de hacerlo: enviando taquiones, partículas teóricas que viajan, como mínimo, a la velocidad de la luz. En 1998, científicos de la Universidad de Cambridge mandan un haz a 1963 para avisar del peligro que supone el uso de ciertos productos químicos que han puesto a la Tierra bajo mínimos. ¿Cómo? Este extracto de la conversación mantenida entre Renfrew, el físico que desea hacer el experimento, y Peterson, un político, nos lo descubre:

–Desde 1963, la Tierra ha seguido girando en torno al Sol, mientras que el mismo Sol ha seguido girando en torno al centro de la galaxia, y así sucesivamente. Sume todo esto y descubrirá que 1963 está más bien lejos.
–¿Con relación a qué?
–Bueno, con relación al centro de la masa del grupo local de galaxias, por supuesto. Recuerde que el grupo local está también en movimiento con relación al conjunto de referencias proporcionado por las radiaciones de fondo de microondas y...
–Mire, deje a un lado toda esa jerga, ¿quiere? ¿Está hablando usted de 1963 en algún lugar en el cielo?
–Exactamente. Enviamos un haz de taquiones para que golpeen ese lugar. Barremos el volumen de espacio ocupado por la Tierra en aquel momento en particular.

20.000 leguas en un submarino ya inventado

No parece que tales fantasías se hagan realidad en un futuro cercano, al contrario de lo que apuntan algunas tramas de los mejores cultivadores de la anticipación científica. Sin duda, el gran maestro en esta especialidad es Julio Verne. En 20.000 leguas de viaje submarino (1869) ofrece ricas descripciones científicas sobre la fauna marina, aunque lo enriquece con alguna que otra dramatización. Así, el pulpo gigante de Verne, que no superaba los ocho metros de longitud, pesaba más de 22 toneladas, por lo que sus tentáculos tendrían que haber sido de hierro. En la novela se describen diez de esos apéndices, lo que corresponde a un calamar, no a un octópodo. Sin duda, en época de Verne circulaban historias sobre hallazgos de calamares gigantes; la leyenda del Kraken es muy antigua. Por otra parte, el famoso Nautilus, nos dice Manuel Moreno, no fue una invención del escritor francés, puesto que ya en 1858 el inventor gerundense Narciso Monturiol ya había desarrollado el primer submarino a motor. Sin embargo, lo fundamental es que Verne “aporta la novedad de la energía eléctrica, que mueve la máquina”, indica Moreno. “Estamos en el segundo tercio del siglo XIX, y aún no se conocían las aplicaciones de los fenómenos electromagnéticos, bien descritos desde el punto de vista teórico”. Efectivamente, James Clerk Maxwell había resumido en cuatro ecuaciones fundamentales la esencia del electromagnetismo en 1864. Otra característica interesante de 20.000 leguas es el uso de las escafandras y las escopetas de aire comprimido en el mar, que anticipa el uso de los reguladores de aire en el submarinismo moderno.

“A Julio Verne se le ha dado la paternidad de muchas cosas que ni siquiera él inventó”, afirma Moreno. “Lo que ocurre es que estaba muy al tanto de los avances científicos”. De él podemos hacer una larga lista de recomendaciones, como Viaje al Centro de la Tierra, donde, fantasías aparte, se dan lecciones de paleontología y geología; o De la Tierra a la Luna, ficción en la que los protagonistas alcanzan nuestro satélite a bordo de un obús disparado desde Cabo Town, en Florida. Curiosamente, estaba cerca del emplazamiento del actual Centro Espacial Kennedy en Cabo Cañaveral, lugar elegido para aprovechar el impulso adicional de rotación de la Tierra.

La falta de fondos para investigar, asunto novelesco

Para terminar, no abundan los thrillers científicos que sugieran un trasfondo arqueológico, a pesar de la moda de Indiana Jones –cuyos argumentos, por cierto, se inclinan siempre por la pseudoarqueología, como la que aparece en los libros de Erik Von Daniken–. En La Ciudad Sagrada, Douglas Preston y Lincoln Child esbozan la existencia de una mítica ciudad llena de tesoros de los indios anasazi. La acción espectacular se combina con una fenomenal descripción de la esencia del trabajo de un arqueólogo, la metódica clasificación de las piezas de arcilla –que puede ser larga y aburrida– y la forma en la que se llevan a cabo las expediciones. La protagonista, Nora Kelly, aparece posteriormente en otras novelas de los prolíficos Preston y Child. En una de ellas pide dinero extra al director del Museo de Historia Natural de Nueva York, donde trabaja, para datar unas vasijas y poder avanzar en sus investigaciones. Su solicitud es denegada: la falta de presupuesto es un problema bastante cotidiano para el científico de a pie, pero también una buena excusa para que la acción avance.

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Muy Interesante

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