Foto: Saúl Ramírez
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La novela policial
Sergio Pitol
En un encuentro de escritores franceses y mexicanos, organizado en agosto de 1977 por el Instituto Francés de la América Latina, sobre las literaturas del secreto, observé que todas las sesiones, salvo una, mencionaban en sus títulos a la novela policial. Confieso de inmediato mi absoluta debilidad por ese género que no sólo me ha proporcionado momentos memorables, sino que como escritor mi deuda es inmensa. Pienso que si un día tuviese que dirigir un taller de narrativa, sugeriría a los alumnos estudiar con atención los procedimientos específicos inventados por los autores de ese género, con la seguridad de que eso les ayudaría a construir una novela con más eficacia que todos los libros de narratología.
En la primera edición del Diccionario de la lengua castellana publicado por la Real Academia Española, una acepción de secreto
es: “ lo que cuidadosamente se tiene reservado y oculto”, o “cosa
arcana que no se puede concretar o explicar”. Misterio es, pues, en
terrenos literarios una palabra fundamental, una referencia obligatoria.
No por nada aparece de modo tan abundante en los títulos de novelas
policiales: El misterio de Edwin Drood, de Charles Dickens; El misterio de la carretera de Cintra, de Eça de Queiroz; El misterio de Glenith, de Wilkie Collins; El misterio de Cloomber, de Arthur Conan Doyle; El misterio del tren azul, de Agatha Christie y varios más.
Los estudiosos que han rastreado con minucia las
fuentes y trazado el árbol genealógico de la literatura policial, han
encontrado remotos antepasados de asombroso prestigio; algunas
historias bíblicas, el Edipo rey de Sófocles, entre otros.
Durante el siglo XIX,
el período de mayor esplendor de la novela, surge el género policial con
sus propios atributos y sus procedimientos esenciales. Y desde su
nacimiento, apenas desprendido del seno materno, su potencia fue tal
que empezó a establecer una presión sobre la novela madre, la oficial,
para usar ese adjetivo que alude exclusivamente a la narración no
policial. Al hurgar en los orígenes descubrimos que ya antes de La piedra lunar,
de Wilkie Collins, considerada por todos como la primera novela del
género, hay tramas que contienen los elementos esenciales del relato
policial: un crimen, una investigación, el descubrimiento y la captura
del criminal, sin afiliarse ortodoxamente al tipo de novela que nos
ocupa. Son claros antecedentes del género, sí, pero su intención, sus
metas, su atmósfera, se orientan hacia regiones que rebasan con mucho
lo policial. El crimen resulta un accidente para transportarnos a
reflexiones éticas surgidas del corazón de la novela. Crimen y castigo y Los hermanos Karamazov son los ejemplos que de inmediato acuden a la memoria.
Hay una novela anterior a las de Dostoievsky, sin crímenes aparatosos, que me parece ya un preludio de lo que está por venir: Las almas muertas,
de otro ruso genial, Nikolai Gogol. En ella, un extraño personaje, de
nombre Chíchikov, hace su aparición en una pequeña ciudad de la Rusia
profunda. Los primeros días de estancia en aquel lugar los emplea en
enterarse del carácter, costumbres, fortuna y circunstancias de los
terratenientes más opulentos de la región. Poco después, inicia una
ronda de visitas. La descripción de esos encuentros constituye la parte
magistral de la novela. Gogol nos sitúa frente a un mundo gris,
degradado, y a la vez inmensamente paródico. El humor es siempre
desbordante y esperpéntico; el lenguaje portentoso y la trama de una
originalidad absoluta. El propósito de Chíchikov al visitar a los
hacendados es el de comprar almas muertas. En el lenguaje
administrativo de la vieja Rusia un alma significaba un siervo. Una
propiedad comprendía el número de decietinas de bosques o de tierras
cultivables, de animales de tiro o de pastoreo, y también el preciso y
detallado de almas con que contaba el propietario. Desde la llegada del
fascinante Chíchikov a la región se genera un misterio que va en
aumento a medida que proceden sus visitas. ¿Por qué razón invierte su
dinero en la compra de siervos ya fenecidos?, ¿qué provecho podría
alguien obtener de aquellos difuntos?, ¿cómo podría transportarse ese
ejército de seres inexistentes a las propiedades del comprador? No es
menester señalar que los primeros sorprendidos fueran los propietarios.
La transacción los tienta y a la vez los atemoriza. ¿No había en el
hecho de contar a los siervos muertos a partir del último censo, de
hacer listas pormenorizadas con sus nombres, sus fechas de nacimiento,
estado de salud, tipo de trabajo realizado en la hacienda, un tufillo
diabólico? Sin embargo, las artes del melifluo Chíchikov logran siempre
estimular la codicia de los terratenientes, quienes terminan
irremisiblemente por vender a sus muertos.
La sucesiva intensificación del misterio y de la
demora por aclararlo es el procedimiento que se convertirá más tarde en
esencial para estructurar una novela policial. Ante el avance del
misterio, el lector tratará de asirse a cualquier detalle para
descifrar los designios de los protagonistas, para orientarse un poco,
al menos. Por más caricaturescos que sean los retratos de los
personajes, el planteamiento de las situaciones, el avance preciso y
detallado de la narración y lo disparatado de los diálogos, Gogol nos
coloca siempre en la realidad, aunque se trate de una realidad
deformada, estilizada, martirizada; una realidad enemiga de lo que
conocemos como tal; nada en esa estructura nos hace pensar que nos
movemos en los dominios de la literatura fantástica. Al final, nos
enteramos de que Chíchikov es un impostor con antecedentes delictuosos
que pretende hacer una magna estafa hipotecando como seres vivientes
las almas muertas que ha comprado.
Sergio Pitol en su casa en Xalapa.
Foto: Marco Peláez/ archivo La Jornada |
Más cercano a la literatura policial se
encuentra Dickens. En efecto, el inglés tiene un pie clavado en esa
novedosa forma narrativa. Su último libro, por desgracia inconcluso, El misterio de Edwin Drood,
desarrolla una trama tenebrosa estructurada de acuerdo con las
novedosas reglas creadas por el género policial. Víktor Sklovsky señala
en Teoría de la prosa, ese libro capital del formalismo ruso, que buena parte de sus novelas, en especial La pequeña Dorrit,
están compuestas a base de varias líneas temáticas que contienen uno o
varios misterios, para luego, antes de llegar al final, hacerlas
convergir en un cauce general, llegar a una apoteosis y resolver todos
los enigmas.
Según Sklovski, los dos procedimientos
fundamentales de la novela de misterio consisten en un retardamiento
voluntario de las soluciones y en un “extrañamiento” radical que al
distanciarnos de los acontecimientos narrados atenúa cualquier emoción.
El pathos desmedido que había devastado zonas inmensas del
Dickens juvenil aparece en su último período siempre contenido. Lo
asesinatos no nos alteran, sino que sólo acrecientan nuestro interés en
la lectura; sus crímenes, como los de Las mil y una noches,
carecen de sangre verdadera, al grado que una novela policial con un
único asesinato no resulta tan apetecible como la que contiene dos o más
crímenes subsidiarios. Por otra parte, la voluntaria detención de la
acción, su parsimonia, derivará en un refuerzo de la atención, en esa
espera nerviosa de soluciones que se conoce con el nombre de suspense.
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